Cultura

Al rescate del premio Nobel de Literatura 1969: Samuel Beckett (1906-1989)

Esperando la eternidad

Por Dante Rafael Galdona

Twitter: @DanteGaldona

Una aproximación al mundo dramático de Beckett nos descubre su eterno padecimiento en la vida. Nadie como él supo llevar al teatro la carencia de sentido de la existencia, nadie como el abrió las puertas para padecer el mundo con otros sentidos.

Para seguir sufriendo

Atormentados recuerdos intrauterinos y el dolor del nacimiento a una vida aún peor, dolorosa, infeliz y sin sentido, gestaron una de las más bellas obras que ha dado la dramaturgia del siglo 20: “Esperando a Godot”.

Samuel Becket aseguró tener vívidos recuerdos de su vida intrauterina, y que esos recuerdos eran desgarradores, una agonía que lo llevaría del dolor de nacer al dolor de vivir.

Nació en 1906 en un pueblo cercano a Dublín, Irlanda, llamado Foxrock. Fue de familia aristocrática. Tuvo un profundo amor por su padre, cuya muerte no superó nunca, mientras que el amor por su madre era complicado, signado por el trauma de su tormentoso recuerdo prenatal y combinado con la personalidad fría y distante de su madre, una enfermera profundamente religiosa que no aplicaba el ejercicio del amor sugerido por el cristianismo en el vínculo con su hijo. Es de esperar, entonces, que Beckett de niño no tuviera una vida plena: fue infeliz, enfermizo, débil y triste. Un niño distímico. Al crecer, si bien logró canalizar sus infortunios a través de la literatura, llevó consigo todos los traumas y tristezas con los que nació.

Nació para sufrir y llevar el dolor del nacimiento durante la pena de la vida. Al contrario que el también Nobel Hermann Hesse, dueño de la frase “el que quiere nacer debe destruir un mundo”, en la que el alemán cargaba de optimismo y futuro el doloroso trance del nacimiento, utilizándolo como símbolo de superación personal, Samuel Becket lo consideraba un inevitable episodio de tránsito entre el dolor espantoso pero acotado al tiempo del nacimiento a otro dolor no menos horrible y sí más prolongado como el de la vida.

Fue un escritor bilingüe, varias veces escogió el francés como idioma original de su obras porque consideraba que el conocimiento limitado, aprehendido en la edad adulta, de las herramientas del idioma le darían la pobreza, la limpieza, el despojo que él buscaba para sus textos. Su necesidad era evitar el estilo. Habitualmente era él mismo quien oficiaba de traductor al inglés de sus propias obras.

En Francia conoció a James Joyce, con quien trabó una amistad una profunda y hermosa en todas las esferas de sus vidas.

En el terreno literario fueron admiradores recíprocos, ambos se guardaban mutuo respeto por las creaciones que llevaban a cabo, consultándose y pidiéndose consejos a menudo. Esta amistad, quizá la más pura que haya dado el mundo literario, estuvo un corto tiempo interrumpida por el fracaso en la relación sentimental que Beckett mantuvo con la hija de Joyce, quien quedó profundamente perturbada cuando Samuel le confesó que ya no la amaba. Inmediatamente Joyce tomó partido por su hija y achacó a Beckett la responsabilidad por el lamentable estado psicológico en que había caído su hija, pero el tiempo, el cariño y la recta, honesta y bondadosa vida y proceder ético de Beckett hicieron que la amistad retomara su cauce natural.

A Samuel Beckett se lo puede discutir en el terreno literario, jamás en el personal. Su honestidad, su bondad, su generosidad y su empatía con las personas fueron intachables. Tal forma de ser lo convirtió en alguien a quien cada angustia ajena le dolía como propia, cada padecer de otro era el suyo. La tristeza y la angustia que paseó en su alma durante su vida eran las de todos los seres humanos, llevaba en sí mismo todo el sufrimiento de la humanidad, quizá con la secreta ilusión de restarle al resto de los hombres un poco de su dolor.

Un episodio de su vida pinta tal como se lo describe. Cierta noche, un individuo se le acerca por la calle y sin saber por qué le dio una puñalada que lo dejó al borde de la muerte. Beckett, en el proceso que se llevó en contra del delincuente, sólo le preguntó por qué lo hizo y el hombre le contestó que ciertamente no sabía y le pidió disculpas. Beckett retiró los cargos y dio por concluido el asunto. ¿Demasiada misericordia para un ateo? No. Nos estamos refiriendo a Samuel Beckett. No era una postura, Beckett era así, lo que se dice un buen tipo, con la simpleza y la grandeza que ello engloba.

Luto eterno

Cuando la ocupación alemana en Francia, Becket no dudó en alistarse en la Resistencia, trabajó para una célula encargada de desencriptar mensajes secretos. Fue perseguido por la Gestapo, de la que siempre pudo esconderse con éxito.

Preguntarse cómo un hombre tan sensible pudo atravesar el nazismo es obvio. Y la respuesta no es menos obvia: no pudo. Sus biógrafos aseguran que cuarenta años después de la segunda guerra mundial seguía llorando a sus amigos con la intensidad de un duelo reciente.

En 1969 recibió el premio Nobel, aunque lo que para cualquiera es una alegría para Beckett fue un problema. Fiel a su perfil antiglamoroso, rechazó el dinero del premio y no asistió a la ceremonia de entrega.

Aunque en términos estrictamente carnales no siempre le fue fiel, el amor de su vida fue Suzzane Déchevaux-Dumesnil, quien lo acompañó casi hasta su muerte, ya que murió algunos meses antes que él, y cuya muerte probablemente fuera el anticipo de la del propio Becket, en 1989.

Esperar, esperar

El final de las palabras es el inicio del silencio. Beckett sabía que la ausencia de lenguaje es una puerta abierta a la comunicación.

En el camino hacia el silencio, Becket deja transitar libremente a sus personajes, o mejor dicho seres de apariencia humana, intrincados y fascinantes, irreales pero verosímiles, crotos, locos, desencajados, trastocados. Absurdos. Como la corriente teatral que nació con su dramaturgia. Antiteatro.

Un escenario. Poco espacio. Todo el mundo interior y colosal de sus antipersonajes. Todas las relaciones entre ellos, todas las relaciones humanas, y entre los pocos objetos que aparecen, que nunca son lo que vemos, sino una representación caprichosa de otra realidad.

En “Esperando a Godot”, Beckett nos hace esperarlo a él aunque sepamos que nunca va a llegar, que nunca vamos a llegar a él. Una obra magnífica que se sigue representando y que nunca falla, siempre nos da algo nuevo.

Sea como sea, todos alguna vez esperamos a ese tal Godot. Nadie sabe quién es y entonces nos deja decidir quién queremos que sea, como el regalo de dentro de la caja de “El principito”. Y entonces somos libres, porque en el arte y en la vida, decisión es libertad.

Sea en teatro o en narrativa, Beckett, sin más, es imprescindible.

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